En el mismo año de 1813, a principios del siglo 19, era artística rica e inmensamente intensa de pleno romanticismo que podría decirse marca la cima de la civilización occidental, llegan al mundo dos colosales figuras de la música. Richard Wagner, nacido en Leipzig, encarna la esencia de la cultura alemana; Giuseppe Verdi, nacido en Roncole, en el norte de Italia, se convertiría en el amado compositor que continuó con las tradiciones de la ópera italiana, elevándola a grandes alturas. Sus muertes llegarían con pocos años de diferencia. Wagner falleció en 1883, curiosamente en Venecia, y Verdi en 1901, en Milán.
Sobre un trasfondo histórico de apasionado desarrollo artístico--de reyes y cortes, patrocinadores y público activo, turbulencia política y agitación religiosa-y cuando filósofos modernos intentaban responder a las mismas preguntas que siglos atrás habían sido planteadas por los griegos, y con sus respectivas patrias aún fragmentadas durante las primeras cuatro décadas de sus vidas, Wagner y Verdi crearon algunas de las óperas más emotivas y trascendentales que el mundo jamás había escuchado, muchas aún presentes en el repertorio activo de cualquier compañía de ópera importante. Ambos compartían algunas similitudes, aunque las diferencias entre ellos fueron mucho más pronunciadas y evidentes.
Las similitudes entre Wagner y Verdi son relativamente mínimas desde el punto de vista musical, aunque algo más numerosas al tener en cuenta el lado ético de sus actividades compositivas. Ambos eran hombres de teatro, si bien con importantes conceptos divergentes. Ambos eran nacionalistas en su aspiración de crear un arte que reflejara su ámbito cultural, aun cuando las dos culturas eran diferentes en sustancia, modos de vida, expresión y weltanshauung. Ambos ansiaban la unificación de sus respectivas patrias. Wagner salió activamente a las calles en Dresden y posteriormente fue perseguido por fuerzas policiales, y tuvo que pedir asilo político en Suiza, mientras que Verdi disfrutaba de ver su nombre escrito en paredes, afiches y banderas como Evviva Verdi (que significaba Evviva Vittorio Emmanuelle Re D’ Italia, lo cual representaba la unificación italiana bajo la Casa de Saboya). Ambos querían que sus compatriotas los aplaudieran y apoyaran. Wagner a menudo despreciaba a sus públicos, mientras que Verdi consideraba a su público parte del juicio divino de sus óperas. Además, ambos eran luchadores, pero Wagner, el verdadero revolucionario musical, luchó contra su tiempo y lo pagó caro, mientras que Verdi simplemente continuó con el noble ideal de la ópera italiana heredada de Donizetti y Bellini.
Las diferencias entre ellos son fáciles de detectar. A través de la historia, algunos compositores han alterado o cambiado por completo los aspectos técnicos y estéticos de la composición musical. Estos compositores expandieron los conceptos de forma, crearon mayores estructuras musicales, expandieron los límites de la percepción auditiva, renovaron procedimientos melódicos horizontales y armónicos verticales para inventar un nuevo idioma musical, y aumentaron las fuerzas instrumentales al tiempo que imponían novedosos conceptos dramáticos del teatro, que a partir del siglo 16 estaría unido a la música. Se trataba de compositores legendarios y revolucionarios, desde Guillaume de Machault hasta Arnold Schönberg, desde Claudio Monteverdi hasta Igor Stravinsky, desde los hijos de Bach hasta Richard Strauss, desde Ludwig van Beethoven hasta Gustav Mahler , desde Hector Berlioz hasta Richard Wagner. Otros grupos de compositores permanecieron en la historia como seguidores de un credo evolutivo, nunca tan radicales e innovadores como los revolucionarios, y heredaron un estilo dado y lo llevaron a la perfección sin cambios seminales o de época. Estos son imponentes creadores de sus propias maneras no remodeladoras, desde Giovanni Pierluigi da Palestrina hasta Johann Sebastian Bach, de Wolfgang Amadeus Mozart hasta Franz Schubert, de elix Mendelssohn hasta Johannes Brahms, y desde Vincenzo Bellini hasta Giuseppe Verdi. Wagner cabe fácil y plenamente dentro de la categoría de revolucionarios musicales; Verdi dentro de la de tradicionalistas cultivados.
El compositor revolucionario siempre ejerce una influencia mucho mayor en generaciones contemporáneas o posteriores. La preponderancia de Wagner, por ejemplo, fue enorme. Desde el estreno de Der Ring des Nibelungen, su sombra se extiende con rapidez por toda Europa; toma forma sinfónica con Anton Bruckner en Austria y Vincent D’Indy en Francia; ingresa a España, donde Felipe Pedrell se convierte en su seguidor lejano; toca tierra en Inglaterra, con Edward Elgar como principal exponente; y cruza el Atlántico hasta llegar a Estados Unidos, donde Horatio Parker y George Whitefield Chadwick son sus principales ilustradores, y a América Latina, como se ve en los poemas sinfónicos del cubano Guillermo Tomás. Hay que esperar hasta Debussy, quien en su juventud había viajado admirado a Bayreuth para escuchar Parsifal y para presenciar el quiebre estético de las cadenas del wagnerismo. En contraste, el peso musical y estilístico de Verdi resulta casi nulo, muy a pesar de la adoración de millones de admiradores, principalmente en Italia, conmovidos por una inagotable inventiva melódica, solo comparable con la de Mozart. Cabe destacar, de hecho, que los arreglos vocales de Verdi, tan increíblemente eficaces y hermosos, desde sus tríos hasta sus septetos, tomaban de modelo los de Mozart. Curiosamente, más que en Europa, fue en América Latino donde el estilo operático de Verdi fue copiado generosamente; allí, óperas como las del brasileño Antônio Carlos Gomes y el cubano Eduardo Sánchez de Fuentes, siguieron muy de cerca las tendencias musicales de Verdi.
Empezando con Der Fliegende Holländer (“El holandés errante”), Wagner cambiaría el concepto de ópera, crearía lentamente una fusión total entre música y teatro, poesía y escenografía, luces y color orquestal, y con una visión conceptual totalmente nueva del canto al servicio de la trama dramática. Todo esto, en conjunto con interludios orquestales entre los actos, comentaba sobre el trasfondo racionalista de la historia alemana, la mitología nórdica y las creencias cristianas. Para implementar correctamente sus ideas, Wagner escribía sus propios textos, a diferencia de Verdi, que siempre usaba a diversos escritores para sus libretti. Los textos de Wagner, a menudo largos y complicados, siempre están llenos de elementos filosóficos y metafísicos. Encima de todo lo mencionado, Wagner, como otro de sus aportes revolucionarios, expandió el tapiz armónico del idioma musical, aumentando el cromatismo a tal punto que, como sucede en muchos momentos de Tristan und Isolde, la tonalidad desaparece. Esta será la dirección armónica seguida por Mahler, que alcanza su meta final con la atonalidad de Schönberg. El idioma armónico de Wagner irá de la mano de su uso de fuerzas instrumentales expandidas, que finalmente incluirán instrumentos de su propia creación, como las tubas de Wagner, que agregan un color nuevo y único a la orquesta.
Nuevamente en oposición, el idioma armónico de Verdi se mantuvo anclado dentro de los límites tradicionales de la tonalidad desarrollada en Europa. Su uso de la voz siguió las líneas del bel canto italiano, levemente evolucionado; su orquesta fue la convencional de Beethoven; sus manipulaciones teatrales eficaces, aunque no extremadamente innovadoras, y sus personajes operáticos nunca abandonaron el realismo ni progresaron más allá de un normal comportamiento humano. En su visión operática nunca hubo dioses, gigantes, enanos, o actividades del inframundo; nada de amazonas en caballos voladores, maldiciones extrahumanas, ni ningún tipo de limpieza metafísica. Lo que hacía que su música fuera mágica eran sus inspiradas melodías, su sentido teatral del tiempo y del espacio, su conmovedora representación de los personajes, y su uso firme y eficaz de la orquesta tradicional.
La primera ópera de Wagner, Das Liebesverbot (“La prohibición del amor”) está claramente relacionada con el estilo operático italiano de la época, ciertamente atípico en Wagner, cuyos personajes en escena habitaban mundos extraterrestres. Antes bien, su primera obra operática ejerce el mayor cuidado en hacer dialogar musicalmente a los personajes como seres humanos: una persona habla, la otra escucha. En comparación, Verdi, compositor no metafísico, que retrataba a personas que siempre eran de esta Tierra, muchas veces las hace cantar al mismo tiempo, mezclando palabras y oraciones, de maneras que ocurren cuando las personas se pelean. Tal vez suene incongruente, pero debemos recordar que, en Verdi, esta simultaneidad ocurre asimismo en los dúos amorosos, los tríos amistosos y los grupos afines.
Otra importante diferencia entre Wagner y Verdi se basa en el concepto romántico del arte del siglo 19, que interpretan de maneras opuestas. Para Wagner, la música instrumental alemana tenía suma importancia; para Verdi, la música vocal italiana reinaba suprema. La intensidad de la creencia artística de Wagner era tal que compaginaba perfectamente con su carácter egocéntrico, egoísta y narcisista. Para Wagner, Verdi apenas existía. Inútil encontrar el nombre de Giuseppe Verdi entre sus copiosos ensayos y cartas. En cambio, el carácter más noble de Verdi, en sintonía con la manera italiana de contemplar la vida con una gran sonrisa, aflora claramente cuando en una carta a Giovanni Ricordi, amigo y publicista, con fecha de un día después de la muerte de Wagner, dice: “Estaba, por así decirlo, postrado de dolor. Aquí no hablamos del asunto. Se nos ha ido una gran personalidad, un nombre que dejará una impronta poderosísima en la historia del arte”.
Para apreciar el modo en que estos dos espléndidos compositores del siglo 19 llegaron al mundo de la música, y comprender las distintas maneras en que alcanzaron la inmortalidad, resulta necesario entender la naturaleza interior de ambos hombres, su entorno y sus metas. Si bien las obras de Wagner encarnaban la ópera romántica en un campo preparado por Weber, Marschner y Meyerbeer, Wagner era un compositor distinto de precursores y contemporáneos. El mismo se consideraba no un músico puro, sino un músico y dramaturgo, como si por ello intentase emular un cruce entre Beethoven y Shakespeare. Se imaginó el mundo como receptor de su nuevo y complejo mensaje artístico-filosófico. Como observara Albert Einstein, “No habrá conquistado el mundo, pero ciertamente conquistó el siglo 19”. Se creía sobre todo dramaturgo, un poeta que sumergiría el mundo en música para hacerlo más poderoso. Quiso usar la música como medio para explicar el mundo, influir sobre él, embriagarlo, seducirlo, y al mismo tiempo, realizarlo. Su valentía y autosuficiencia, que nunca disminuyeron, incluso en sus peores momentos, lograron conmover a un rey–Ludwig IIo de Baviera–para que pusiera a su disposición los cofres del estado para completar la saga de El anillo, y ayudar con donaciones públicas para construir su teatro en Bayreuth, teatro ideal este para la representación de sus óperas–que consideraba un regalo para Alemania, y no únicamente para un público admirador–de manera que Parsifal pudiese tener un marco adecuado para su primera presentación en 1882. A esa última de sus óperas la llamó “una leyenda sagrada para el escenario”, subsidiada por aquel Rey Ludwig con la promesa de que solamente se escucharía en Bayreuth, en el Festspielhaus. (De hecho, Parsifal no llegó a producirse fuera de Bayreuth hasta 1913, cuando se hizo en Zürich).
La vida personal de Wagner fue mucho más turbulenta que la Verdi. Su atribulado primer matrimonio, su amor por Mathilde Wesendonck (esposa de uno de sus patrocinadores más generosos), su relación adúltera con Cosima von Bülow (hija de Franz Liszt, amigo y admirador, y esposa de un excelente director de orquesta que veneraba a Wagner), sus fugas de acreedores y su desdén por cualquier cosa que no sirviera a sus fines artísticos, eran todas facetas del artista romántico. Sin embargo, Wagner logró convertir todos estos dudosos aspectos de su existencia en grandes obras musicales, desde los Wesendonck-Lieder de 1858 y Tristan und Isolde de 1859, hasta Die Meistersinger de 1867 (su segunda ópera cómica y su única obra nacional verdaderamente alemana), el Siegfried Idyll de 1870 (compuesto como regalo de Navidad para su entonces esposa Cosima) y Parsifal, de 1882. Esta última opera, cuyo libretto fue la gota que rebasó la copa entre Friedrich Nietzsche y Wagner (debido sobre todo a su contenido católico, y luego de una amistad nacida de los héroes y las heroínas de El anillo), es una obra de auto-redención y purificación del compositor, imponente documento este de la época romántica.
En contraste, las obras de Verdi son todo lo opuesto de las óperas orquestales de Wagner. Verdi siempre basó su arte en su evidente “italianidad”. Una vez, escribió: “Nosotros, los italianos, somos positivistas y, en una medida considerable, escépticos. No tendemos a creer mucho, y no podemos creer durante largos períodos en las concepciones fantásticas del arte extranjero alemán, que es deficiente en naturalidad y simplicidad”. Por ende, Verdi erigió su arte y música sobre el simple hecho de serle fiel a sus sentimientos y a la calidad y sinceridad de sus expresiones melódicas. Se distinguió de sus precursores italianos, Rossini, Bellini y Donizetti por su franqueza. Se enojaba cuando las personas se referían a la ópera como un “entretenimiento”, pero, al mismo tiempo, se negaba a incorporar en su arte elementos metafísicos, héroes míticos, simbolismos ocultos, parlamentos proféticos o ritos de salvación por fuego. Para él, la vida era más bien un asunto de todos los días, y no un teorema misterioso y trascendental. A diferencia de los personajes de Wagner, los de Verdi no habitan entornos predeterminados, excepto en Aïda, ópera de espectáculo para El Cairo. Si necesitaba confeccionar una escena con trasfondo específico (por ejemplo, la tormenta eléctrica en el último acto de Rigoletto, el solitario campo al comienzo del segundo acto de Un Ballo in Maschera, o su otra gran tormenta al inicio de Otello), lo hacía con pocos ingeniosos gestos musicales, a diferencia de la pomposa pintura orquestal de Wagner.
De muchas maneras, por tanto, cada uno de estos grandes compositores fue realmente leal a sus propias creencias artísticas y a su propia cultura. Cada uno habló con elocuencia en distintos idiomas artísticos y conceptuales. Cada uno recorrió, con honestidad musical, su propio camino diverso y, por momentos, difícil. Su arte dejó caminos peatonales y comerciales para otros, y se elevó a alturas de excelencia que alcanzan solo unos pocos en cada período histórico. Para entender su épico legado la clave es acercarse a su música con total conocimiento de lo que era, cuándo fue compuesta y qué es hoy cuando la escuchamos. Debemos dejar a un lado todas las clasificaciones trilladas. La realidad es que Wagner no es ni más grande ni mejor que Verdi, ni Verdi más grande o mejor que Wagner. Cada uno fue a su modo un gigante creador. Cada uno se mantuvo conmovedoramente fiel a un modo de expresión. Cada uno se hizo un lugar eterno en la historia. Cada uno, cuando su música se toca correctamente, pone al descubierto lo mejor de cada uno de sus oyentes.
Y que cada uno, Verdi y Wagner, esta noche y cada noche, día o lugar en donde se escuche su refulgente música, llegue a corazones y mentes de la gente de manera que nos permitan dejar atrás el feo ruido y los vacíos de la vida vulgar diaria, y nos transporten a los portales de la belleza y de las gloriosas emociones.
Northridge, California, March of 2010
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