El viento soplaba a vendavales. El agua caía de los cielos en perpetua catarata. Era un día negro. En una modesta casita llegaba un niño al mundo, así como lo hacen todos los demás, llorando y gesticulando. ¿Estaría destinado a manejar una taberna, como sus padres, para ganarse la vida? ¿Sería un abogado, un político, un mercader navegante, un médico, un soldado, un proxeneta? ¿O estaría, quizás, marcado para el sacerdocio, o para vida de mendigo, o para matrimonio con princesa? Por las calles del pequeño pueblo deambulaban soldados del ejército de Napoleón, protegidos por gruesas capas. De pronto, la lluvia se detuvo y las hojas de los árboles acallaron. Salió el sol, radiando fiesta y alegría. Era el 10 de octubre de 1813. El pequeño pueblo se encontraba a tres millas de Busseto, en lo que hoy se conoce como el área norte de la Italia central, en ese entonces el Ducado de Parma. Salió el sol tras la tormenta sobre el pueblo de La Roncali, en francés Le Roncole. Y ese bebé recién llegado era Giuseppe Verdi.
Años más tarde, este mismo Verdi llegaría a presenciar, al fin, la unificación de Italia y la salida de todas las tropas y dirigentes extranjeros, tanto
franceses como austriacos y españoles. Si bien esa unión traería felicidad, su presencia en este mundo marcaría otro hito en la cultura italiana. Esta
conquista suya no fue nada menos que una hazaña, y le ganó un alto puesto en la historia de su país. Después de todo, Italia había sido, y es, la cultura
que ha existido más ininterrumpidamente, desde los etruscos hasta la actualidad, hecho realmente único en los anales de la humanidad. En el reino de las
artes, el país había producido un gigante tras otro: Virgilio, Giotto, Dante, Da Vinci, Palestrina, Miguel Ángel, Rafael, Tiziano, Bellini, Manzoni, Croce,
D’Annunzio, Eco, solo por nombrar algunos al azar. Verdi pasaría a convertirse en la joya de la corona del siglo 19 en Italia, un siglo que muchos consideran
la cumbre de la cultura occidental. La vida misma había determinado que sería un extraordinario compositor, creador definitorio en el panteón de los inmortales.
Por cierto, desde niño Verdi celebraría su cumpleaños el día 9 de cada octubre. Su madre le había dicho que esa había sido su fecha de nacimiento, y siempre fue,
como bien dijo William Berger en 2000, “un señor de costumbre”.
Luego de la caída de Napoleón en 1815, el Congreso de Viena le entregó el Ducado de Parma a María Luisa, esposa de Napoleón e hija del emperador austriaco.
Así, los admiradores de Verdi y los italianos en general transformarían el famoso coro de Nabucco, Va pensiero, de lucha judía a llamado a las armas contra
los austriacos invasores. Los detalles biográficos de Verdi- desde sus años en Busseto, primero como organista y luego como miembro de la próspera vivienda
de Antonio Barezzi, incluido su matrimonio con Margherita Barezzi, pasando por su ascendente, meteórica y exitosa carrera como gran rival de Richard Wagner,
sus vicisitudes, su larga relación con la soprano Giuseppina Strepponi, inicialmente como amante y luego como marido, hasta sus gloriosos últimos años y muerte
en Milán en 1901- corren con altos y bajos paralelamente con la historia de Italia durante el siglo 19. La biografía de Verdi, junto con todas sus anécdotas,
se puede consultar en un sinfín de libros. Lo que puede ser igualmente interesante es el siguiente breve comentario sobre algunos aspectos de su música y de
su legado artístico.
Verdi fue el heredero musical directo de Rossini y Donizetti. De ellos aprendió el tratamiento italianizado de la voz humana, la respiración en un aria, la belleza de los dúos y tríos y, por sobre todas las cosas, los conjuntos concertantes de entre cinco y ocho voces, y hasta más, manipulación constructiva ésta desarrollada espléndidamente en un principio por Mozart y luego por Beethoven en su Fidelio que finalmente encontró uso variado y constante en Verdi. Verdi fue magnífico melodista, uno de los más excepcionales en la historia de la música, claro descendiente de Mozart, Bellini, Chopin o Schubert. Redefinió el uso de la melodía, conectándola directamente con la humanidad, con todo el color y pasión de la diaria existencia. Su invención melódica constituía el lenguaje de un personaje dado, y configuraba sus niveles horizontales con cuidado y delicadeza del desarrollo infundiéndoles elementos perpetuos de sorpresa y sofisticación. Tenía, además, una capacidad mágica de manipular el tiempo y el espacio de manera tal que la compresión más absurda de estos elementos siempre parecía natural y eficaz. Con pocas pinceladas musicales, dibujaba a un personaje con tanta perfección que quedaba definido y presente en la mente del público. La orquestación en Verdi nunca fue flagrante o abrumadora. Con mano firme, sus instrumentos siempre sonaban bien al subrayar una situación dramática, y dejaban marcas de refinamiento y delicadeza que se equilibraban eficazmente con los enormes momentos corales del final de cada acto. El uso del clarinete y del violonchelo, posiblemente sus instrumentos favoritos, acentúaban algunos de los momentos más emotivos y tiernos de sus óperas, e incluso abrirían el camino para muchas paletas orquestales de compositores del siglo 20, como Respighi, Delius o incluso Debussy. Luego, al escuchar el poderoso Dies Irae de suRéquiem, uno siente que Verdi estaba actualizando la Missa Solemnis de Beethoven.
Incluso en sus momentos más complejos, la música de Verdi llegó al público italiano directa y profundamente. El siglo 19 italiano fue triunfal. Durante el mismo, y hacia el final de su vida, Verdi se había convertido en un hombre adinerado. Además de llegar a ser aclamado compositor, fue un exitoso terrateniente y miembro del Parlamento italiano en la Italia unificada. Además, tuvo ingresos suficientes como para construir y establecer esa conmovedora institución, la Casa di Riposo en Milán, destinada a ser cómodo retiro para músicos jubilados y de edad avanzada. Sin embargo, en vida, la música de Verdi fue mayormente desconocida en el resto del mundo. Alemania lo adoptó lentamente, aunque críticos y musicólogos de la época lo consideraban un compositor menor en épocas en que Meyerbeer y, por sobre todas las cosas, el poderoso Wagner, se alzaban enormes y potentes. Esporádicamente, sus espectáculos se empezaron a realizar en San Petersburgo, París, Nueva York, Buenos Aires, Londres, Viena, y Río de Janeiro. Esto, a pesar de que en muchas grandes ciudades de las Américas, hubiese sociedades wagnerianas operando, aunque nunca verdianas. Durante la década de los 20, el novelista Franz Werfel escribió extensamente sobre Verdi, y posteriormente los teatros de ópera alemanes comenzaron a prestarle más atención. Luego, durante la década de los 30, y debido a los escritos de Francis Toye, el mundo angloparlante comenzó a escuchar las óperas de Verdi con más frecuencia. Cualquier oposición a Verdi que hubiera existido a partir del crítico inglés Ernest Newman, que vomitaba opiniones negativas acerca de ese “músico de segunda”, hasta la vitriólica indiferencia de Pierre Boulez hacia el llamado “compositor del um-pa-pa”, ya a finales de la década del 50 resultaba evidente que la atracción universal de Verdi ya era total. Se empezó a hablar de un Renacimiento Verdiano, del descubrimiento de tesoros escondidos en piezas como Simon Boccanegra , o de la alabanza de los refinamientos armónicos de Otello, del deslumbramiento de los momentos más alocados de La Forza del Destino, o de la profundidad de Don Carlo . Los críticos incluso se atrevieron a mencionar que algunos compases de Rigoletto sobrepasaban y eclipsaban toda la atonalidad y el dodecafonismo del siglo 20. Indudablemente, Verdi no iba a desaparecer. Algunos académicos hasta comenzaron a considerar si, después de todo, no habrían juzgado mal a Verdi. Para la década de los 60, todos los teatros de ópera del mundo, grandes y pequeños, ya interpretan obras de Verdi, en muchos casos con más frecuencia que las de Mozart, Puccini, o incluso de Wagner, el archienemigo de Verdi. Para cuando, en 1978, Julian Budden publica su erudito e impresionante análisis de las óperas de Verdi, que abarca tres volúmenes, el compositor del pequeño pueblo de Roncole ya se había convertido en el icono cultural moderno más preciado de Italia.
William Berger, al expresar preocupación y asombro sobre el hecho de que, incluso hoy día, muchos académicos, musicólogos y críticos menosprecian a Verdi y lo tratan como compositor secundario, ofrece una fascinante teoría: las óperas de Verdi son peligrosas... ¡porque no se pueden eliminar! Berger apuntó sabiamente el hecho de que, si bien anticuadas, estas óperas nunca pasan de moda. Incluso si el mundo de hoy es muy distinto del que vivía Verdi, la humanidad con la que desarrolló sus personajes dramáticos es eterna y distante de cualquier moda y ética cambiantes. Nuevas óperas nacen y mueren, e incluso al lanzarse con un sistema de mercadeo que hubiera sido la envidia de Wagner y Stravinsky, desaparecen rápidamente, mientras que Verdi se mantiene a la vanguardia. Otros compositores a lo largo de la historia, sean o no operáticos, produjeron obras más intrincadas que él en cuanto a construcción, consideraciones filosóficas o simple logros musicales en armonía u orquestación. La música de Verdi, en cambio, persiste vital, casi dos siglos después de haber sido puesta en papel. Uno se pregunta si compositores revolucionarios como Machaut, Di Lasso, Monteverdi, Johann Christian Bach, Beethoven, Berlioz, Liszt, Wagner o Schönberg son más populares y permanentes que compositores que heredaron un vocabulario musical dado y lo perfeccionaron jubilosamente, como Bach, o Schubert, o Brahms, o Verdi. En el fondo de cualquier permanencia o desaparición se encuentra el hecho de que más allá de cualquier innovación, más allá del choque inicial, de la moda, los fuegos artificiales, más allá del aprisionamiento biográfico, lo que persiste, lo que se queda con nosotros a través de las eras, es el valor intrínseco y la honestidad de cualquier creación artística. Verdi es uno de los pocos compositores que ha logrado trascender los límites de su propio tiempo. Permanece en un primer plano y, actualmente, incluso óperas suyas menos conocidas, como La Battaglia di Legnano, Stiffelio, Il Corsaro, o su supuesto patito feo, Alzira, forman parte del repertorio de muchas compañías de ópera.
Desde el punto de vista histórico, la música de Verdi corre en paralelo con la unificación de Italia, y el propio compositor se convirtió en un creador artístico equivalente a figuras políticas como Garibaldi, Vittorio Emanuelle o Camillo Benso, Conde de Cavour, ese dramatis personae político del Risorgimento definitivo de Italia como reino italiano independiente dirigido por la Casa de Saboya, sin otros Habsburgos, Borbones o Luis Felipes que dictaran el destino del país. Dichos desarrollos sociohistóricos, que sirven de marco para la inventiva musical de Verdi, coadyuvaron la carrera del compositor, puesto que Verdi se convirtió en un símbolo de orgullo nacional y de alguna manera se vio transformado en emblema patriótico. ¿Los desarrollos históricos del Risorgimento influyeron la música de Verdi? Sí y no. Si bien su fama en Italia aumentó con cada triunfo hacia la unificación del país, lo cual le hizo la vida más fácil en términos tanto económicos como artísticos, Verdi nunca cambió su estética o credo técnico debido a lo que estaba sucediendo a su alrededor. En realidad, mantuvo su arte aparte de su vida pública. Siguió escribiendo óperas que, con la excepción de La Traviata, Luisa Miller y Stiffelio (de hecho, las primeras óperas del verismo jamás escritas), vivían en el pasado.
Una notable excepción a esta creación operática fue su incursión en la música religiosa. Opositor del clero, toda su vida fue persona religiosa, católico romano de alma, aunque no por acción. Cuando el célebre poeta y novelista Alessandro Manzoni falleció en mayo de 1873, la ciudad de Milán, tan centrada en sus obras, le comisionó que escribiera un Réquiem para conmemorar el primer aniversario de su muerte. Poco antes, Verdi ya había escrito un segmento de Libera me para otro Réquiem en memoria de Rossini, el cual, creado por varios compositores italianos de la época, nunca se materializó. La porción de Verdi se convirtió, así, en la chispa de su muy aclamado Réquiem, una de sus obras más emotivas, no igualada en el género con las honrosas excepciones de los de Mozart y Berlioz. Verdi haría algunas otras incursiones en el amplio mundo de la música sagrada. A un Pater Noster (1873), compuesto el mismo año de su Réquiem, para coro en cinco partes, y un Ave María (1880), para soprano e instrumentos de cuerda, los seguiría Quattro pezzi sacri, (1886-1897), consistente en Laudi alla Vergine Maria (para coro femenino sin acompañamiento, 1886), otro Ave Maria (para coro sin acompañamiento, la pieza más avanzada en términos musicales que Verdi escribió jamás, 1889), Te Deum (para coro doble y orquesta, 1895-96) y Stabat Mater (para coro y orquesta, 1896-97). Publicadas todas en 1896 por Ricordi, estas obras se estrenaron en La Scala gracias a las buenas acciones de Arrigo Boito, compositor de Mefistofele y libretista de las dos últimas óperas de Verdi, quien llegó a convertirse en su inseparable amico durante sus años invernales, y ayudó encarecidamente a distribuir y publicar las obras del compositor.
Las demás obras no operáticas de Verdi forman un catálogo que de por sí sería orgullo de muchos compositores. Compuso 19 canciones entre 1838 y 1894, dos obras para piano (Valzer, de 1852, traído de vuelta a la vida por Nino Rota en 1963 y orquestado por él como músico para la película Il Leopardo, y la Romanza senza parole, 1884), un buen conocido y muy tocado Cuarteto de Cuerdas en Mi Menor (1873), y cinco obras para orquesta, entre ellas tres sinfonías. A este catálogo adicional, se deben agregar dos obras corales no sagradas: Suona la tromba (1848), un himno para coro, única incursión de Verdi en la música patriótica, e Inno delle Nazioni (1862), cantata para tenor, coro y orquesta sobre un texto de Boito.
¿Podría ser que un nuevo Verdi surgiese, creara y prosperara en la Italia de hoy? No. Verdi fue producto de un momento dado que ya no existe en la cultura occidental. La estructura y características que lo alimentaron y formaron han desaparecido por completo.
La música es una de las artes más complejas, la más abstracta, la última en materializarse en cualquier época civilizada en su manifestación más decantada. Si observamos cualquier momento de Grecia, el Imperio Romano, la Edad Media, el Renacimiento, veremos que, si bien el teatro, la escultura, la pintura, la poesía e incluso la filosofía aparecen espléndidamente activos y desarrollados, la música es el último indicador del intelecto humano que surge completamente maduro. Los grandes compositores fueron la cumbre de un momento en particular de la cultura occidental. Bach no nació en la selva amazónica, Haydn no se manifestó en las estepas de Mongolia, ni es Bruckner el producto del corazón de África. Todos los compositores importantes de la historia fueron el producto de sociedades muy sofisticadas y evolucionadas, y esas sociedades necesitaban tener la necessaria madurez estructural y socio-económica que fomentara a estos compositores.
El tipo de música que Verdi nos dio fue producto de la Italia del siglo 19: una comunidad estratificada no igualitaria donde la religión aún era un poderoso ingrediente no solo del culto sino de la creación-teatros y casas editoras que promovían óperas, una población que exigía este medio musical como una forma de entretenimiento cotidiano, un sistema educativo que enseñaba a los jóvenes el significado y valor de las expresiones artísticas, y una ciudadanía que aprendió a respetar, valorar y aplaudir a los más ilustres creadores. Verdi nació, se crió y prosperó en medio de esa comunidad. El actual clima cultural es radicalmente distinto. Los valores jerárquicos ya no son aceptados, y se escuchan constantes proclamas de tipo tabula rasa por las cuales vale tanto el arte de Beethoven como los muebles utilitarios hechos por un carpintero. Handel es el actual compositor comercial del presente, y a Mahler lo ha remplazado el rapero local. Lo que fueran antaño amantes de ópera son hoy los fanáticos que digieren grandes dosis de películas con persecuciones en auto y súper explosiones. Al mismísimo Dios lo han reemplazado las drogas recreativas, y los modelos a seguir por la nueva sociedad son el jugador de béisbol, el guitarrista semidesnudo de la banda de rock, o el boxeador capaz de dar sangrientos puñetazos que desfiguran burdamente el rostro de sus contrincantes. Para colmo, el ritmo veloz de la vida exige que las cosas sean cortas, rápidas, explosivas, como cortadas, que estallan, cambian rápidamente y forman un caleidoscopio visual. Todos estos lineamientos han producido un ruido histérico, fuerte y repetitivo que va contra cualquier posible desarrollo, acompañado de palmas, movimientos corporales tribales y zumbidos rítmicos e hipnóticos, todos elementos totalmente foráneos al arte de Verdi.
Llegar hasta Verdi nos tomó siglos de desarrollo artístico. Con todas sus evidentes fallas, la cultura occidental era una asombrosa pirámide, y de su punta emergían los grandes artistas. La Primera Guerra Mundial hizo añicos de esa pirámide; la Segunda arrasó con lo que quedaba. Nos volverá a llevar largos siglos reconstruirla, aunque será muy distinta a la que ya no está. La música de Verdi sigue siendo, hasta el día de hoy, un legado resplandeciente del que disfrutan minorías que aún sobreviven, pero no puede ser la forzosa y real expresión del disonante presente, tan falto de largas horas de reflexión y pacífica dicha, de románticas declaraciones, elegancia y pulso tranquilo, entregado a la irreverencia, al cinismo, al histrionismo y tan tristemente irrespetuoso de la historia.
Cuando Verdi se fue de la vida en Milán, esa tarde del 27 de enero de 1901, la ciudad entera hizo vigilia por su muerte. Boito, Teresa Stolz (la soprano checa que fue brevemente su amante de Verdi y luego amiga suya y de Giuseppina Strepponi), los Ricordi, Maria Carrara y sus amigos, y algunos otros pocos seres humanos cercanos estuvieron presentes. Una silenciosa multitud se reunió a la puerta del Grand Hotel, donde Verdi pasó sus últimos días. El gobierno declaró dos días de duelo nacional. El cortejo fúnebre, compuesto por doscientas mil personas, pasó por las calles de la ciudad, y, luego de una breve bendición en una iglesia, ingresó al Cimitero Monumentale, donde se colocó el féretro al lado del de su esposa Giuseppina. Treinta y dos días más tarde, ambos cuerpos fueron vueltos a enterrar en una cripta en la Casa di Riposo. Esta vez, la multitud ascendió a trescientas mil personas. Toscanini dirigió un coro de ochocientos veinte cantantes entonando Va pensiero. Se había cerrado un impresionante capítulo de la historia italiana.
Verdi debe haber sido muy consciente de su propia importancia y de la enormidad y significado de su legado. Fue inmenso el regalo que le hizo a Italia con su música. Lo que probablemente jamás de imaginó fue la permanente omnipresencia de su creación artística y la universalidad absoluta que alcanzaría su música. Durante todo el siglo 20, sus óperas apartaron dudas, críticas, evaluaciones erróneas y efímeras modas artísticas de todo tipo. Sus oberturas, sus arias, sus conjuntos vocales y sus coros invadieron toda Europa, las Américas y el Oriente tanto lejano como cercano. Como una cimitarra, cruzaron planicies, treparon montañas y acabaron con muchas otras radicales voces compositoras que habían intentado menospreciarlo con tanto fervor. En el umbral del siglo actual, Verdi reina más supremo que nunca, y sus óperas se representan más que nunca. El compositor que Gabriele D’Annunzio describió como “el hombre que cantó y lloró por todos” quedó en la historia como un moderno pilar italiano de una cultura multimilenaria. Ese hombre, Giuseppe Verdi Uttini, le dio al mundo un glorioso tesoro de sonido y carga emocional que trasciende los pronunciamientos estéticos y la ubicación geográfica. Por eso, estamos más que agradecidos, dado que nuestra deuda está llena de admiración, de felicidad, de júbilo y de belleza.
Santa Fe, NM, Agosto de 2013
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